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El ciudadano ilustre



Desde hace ya muchos años, no me compensa seguir la actualidad cinematográfica al minuto. A diferencia de lo que sucede en el cómic o en el mundo de mi música, donde si no prestas cierta atención de una forma constante, puedes perderte muchas obras de gran interés, con el cine uno puede permitirse el lujo de dejar pasar un tiempo desde que una obra se estrena hasta que le toque el turno de ser contemplada.


El ritmo de producciones que llaman mi atención no pasa de una decena de películas al año. De estas, bastantes de ellas se puedan calificar meramente de aceptables o entretenidas. Entre los rígidos esquemas de distribución internacionales, la velocidad a la que los estrenos desaparecen de las salas y el riesgo monumental de que la sesuda crítica te empuje por sus pedantes derroteros, me sale mucho más a cuenta esperarme un tiempo y seleccionar las películas que veo en mi propia casa.


Dado que el tamaño de las pantallas de las salas va decreciendo (mientras que, por otra parte, en los hogares está va en aumento) y que con los servicios de descarga on-line se zafa uno de la tiranía de los horarios comerciales, cada vez me resulta más chocante desplazar mi body hacia esos recios y poco aseados butacones cuya única virtud es disponer de un adminículo para depositar el refresco.


Como en casa en ningún sitio. Además de la comodidad que ello supone, como mucho, sólo tengo que aguantar las interrupciones de la propia familia en lugar de las del resto del respetable, lo que es una cosa mucho más llevadera aunque difícilmente evitable.


Después utilizo un sofisticado proceso de selección para escoger las películas que veo: utilizo la lista que elaboro anualmente (y que podéis consultar en esta propia web) basada en las diferentes críticas que ha recibido por una serie de medios, mas o menos afines a mis gustos. Y a lo largo del año siguiente, procuro ver la lista completa.


El método dista mucho de ser perfecto. Yo diría que el porcentaje de aciertos es inferior al 30%. Los primeros puestos de la lista están, como cabía esperar, poblados de obras sobrevaloradas de tal forma, que estoy empezando a pensar que la crisis ha llegado a hacer mella también entre las drogas que se meta la crítica respetable.


Todo obra que se acerque a un tema deprimente obtiene, por lo general, más nota de la que le corresponde. El razonamiento debe basarse en que lo deprimente debe llevar aparejado un barniz de seriedad que resultará fácil de apreciar por las personas sensibles.


Otras veces, prejuicios notables perjudican notablemente a determinadas películas, que se ven caprichosamente relegadas al olvido. Suelen ser obras de éxito, que la crítica considera demasiado vulgares para su refinado gusto.


El caso es que sule haber una zona de la lista relativamente segura: su parte media-baja. Es ahí donde suelo encontrar las películas que más satisfacción me producen, a salvo de los egos que nos pontifican con su sabiduría, pero que por un motivo u otro han conseguido capturar su atención.


Este es el caso de El ciudadano ilustre. No tengo ninguna duda de que es una de las mejores películas del 2016, y que sin duda, dentro de unos años, será encumbrada y ocupará un humilde puestecillo entre las obras más relevantes de la década. Pues ahí está, en el puesto 62 de mi lista, clasificándose casi por los pelos.


No voy a glosarla, ni a hablar de la maravillosa actuación de muchos de sus interpretes, con un sobresaliente Oscar Martínez a la cabeza. Tampoco alabaré a sus directores, Gastón Duprat y Mariano Cohn, porque ya lo hice en el artículo que le dedique a su también magnífica La casa de al lado. Sin embargo, sí que me voy a molestar en resaltar que el guión de Andrés Duprat, de nuevo, destaca por su poderío.


Así que mi consejo es, simplemente, que la veáis y la disfrutéis.

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